Con más frecuencia de lo que cabría imaginar, se producen ciertos hallazgos arqueológicos totalmente extravagantes que, de no ser por su origen evidente, parecerían desafiar las reglas de la lógica. Pongamos por caso: un mechero que aparece en medio de unos estratos paleolíticos o un cromo de la liga nacional de béisbol enterrado bajo unas vértebras fosilizadas de triceratops. En fin, objetos totalmente fuera de lugar, enclavados en un contexto histórico que para nada les corresponde. El criptozoólogo norteamericano Ivan Terrance Sanderson (1911-1973) bautizaría estas reliquias como oopart, partiendo de las siglas inglesas Out of Place Artifacts. A partir de ahí, algunos investigadores independientes, entusiastas de lo paranormal y la de historia heterodoxa, han utilizado estos objetos para tratar de demostrar los presuntos equívocos de la cronología tradicional, aportando explicaciones tan variopintas que van desde la manida hipótesis del viajero en el tiempo, hasta civilizaciones avanzadas en la antigüedad y con tecnología futurista, pasando por las dimensiones paralelas, los agujeros de gusano, los visitantes del espacio exterior, los archivos akáshicos y demás argumentos que perfectamente podrían ser reciclados para los guiones del serial televisivo The Twilight Zone. Pero, como ya se ha adelantado, el origen de estos objetos es más que evidente: la contaminación arqueológica.

Algunos de estos vestigios anacrónicos se encuentran descontextualizados en razón de haber sufrido una recolocación posterior, ya sea por la mano del hombre, voluntaria o involuntariamente, ya sea por causas naturales, como corrimientos de tierra, ventiscas, aguaceros, seísmos o riadas torrenciales. Un hecho tan ordinario como excavar un pozo de agua o arar un terreno agrícola conlleva la alteración de la estratigrafía arqueológica, al remover las capas superpuestas, donde la más superficial representa la época reciente y la más profunda marca un período más arcaico, si bien, a través de la acción mecánica del ser humano, estos depósitos pueden acabar entremezclándose, aun sin ser coetáneos entre sí. En los modernos laboratorios, hoy en día, al tratar de analizar piezas egiptológicas, surgen contrariedades de este tipo: al pretender aislar muestras útiles de ácido desoxirribonucleico, con el propósito de examinar el genotipo de las momias, al deterioro de los cadáveres y al tratamiento al que han sido sometidos de cara a su desecación, hay que sumar la interacción con los egiptólogos que antaño –con la arqueología en ciernes, todavía en el siglo XIX- extrajeron sus vendajes y los manosearon sin las debidas medidas de protección, imprimiendo el rastro de sus propios marcadores genéticos. Otrosí, queriendo desinfectar y desinsectar tales objetos, solían ser ahumados, utilizando para ello hojas de tabaco y provocando, a la postre, que los estudios químicos realizados en los siglos XX y XXI hayan detectado la presencia de esta sustancia entre los óleos usados hace cuatro mil años en los talleres de embalsamamiento, pese a que no sería hasta el año 1492, tras la apertura de las rutas comerciales con América, cuando el tabaco debutó en Europa, diseminándose luego desde este continente hacia Asia y África.

Artículo: Alfonso Daniel Fernández Pousada

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