En el primer tercio del siglo VII a.C. el medio oriente se convulsionaba bajo el estruendo de las ruedas de los carros y las lanzas que se alzaban para la conquista en nombre del dios Aššur . En ese tiempo, todos los pueblos del mundo conocido pagaban algún tipo de tributo o sucumbían ante el poderío del ejército asirio. En este sentido, el país del Nilo no fue la excepción y en el año 671 a.C. las fuerzas del rey Aššur-aha-iddina (Asarhaddón, c. 681-669 a.C.) invadieron Egipto. Aunque unas décadas antes, durante el reinado de Śïn-ahhe-eriba (Senaquerib, c. 705-681 a.C.) esta conquista se intentó evitar por vía de la diplomacia egipcia; que apoyó abiertamente las revueltas de los diferentes reinos de la región de Siria-Palestina. Estos episodios fueron registrados, posteriormente, en distintas fuentes como en los relatos del célebre Heródoto de Halicarnaso (c. 484-425 a.C.) quien anotó en el segundo libro -dedicado a la musa Eὐτέρπη (Euterpe)- de su obra στορίαι (historíai) “los nueve libros de historia” este pasaje:

Pero, cierto tiempo después, ocurrió que Senaquerib, rey de árabes y asirios, lanzó un gran ejército contra Egipto; pues bien, como era de esperar, los egipcios de la casta guerrera no quisieron prestarle ayuda. Entonces el sacerdote, sumido en un apurado trance, penetró en el sagrario del templo y se puso a gemir ante la imagen por el peligro que le amenazaba. Y mientras estaba deplorando su suerte, de improviso le entró sueño y, en la visión que tuvo, creyó ver que se le aparecía el dios y le daba ánimos asegurándole que no sufriría desgracia alguna, si salía al encuentro del ejército de árabes, pues él, personalmente, le enviaría socorros. Con su confianza puesta, como es natural, en esas palabras, tomó consigo a los egipcios que quisieron seguirle y acampó en Pelusio (pues la ruta de acceso a Egipto pasa por allí); y por cierto que no le siguió ningún miembro de la casta guerrera, solamente buhoneros, artesanos y mercaderes. Cuando los enemigos llegaron a aquel lugar, sobre ellos cayó durante la noche un tropel de ratones campestres que royeron sus aljabas, sus arcos y, asimismo, los brazales de sus escudos, de modo que, al día siguiente, muchos de ellos cayeron cuando huían desprovistos de armas… Y en la actualidad se alza, en el santuario de Hefesto, una estatua en piedra de este rey con un ratón en la mano y una inscripción que dice así: ‘‘Mírame y sé piadoso’’.

Artículo: Gerardo P. Taber / Rodrigo A. Cervantes Navarro

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